Existen
tres clases de soledad, la soledad urbana como incomunicación, la
soledad como depresión clínica y la soledad necesaria para construir el
diálogo interno como individuación.
La primera se da en las
grandes ciudades con el hacinamiento urbano, el otro es un desconocido
que nos deja solos. El vecindario, que era la red comunitaria que
sostenía a las familias y entrelazaba los vínculos sociales, desapareció
en la uniformidad del hacinamiento. Por último la familia, sostén de
la subjetividad, involucionó; de la familia tradicional con padres,
abuelos, tíos, que constituían un grupo de contención de las ansiedades
psicológicas, se redujo a la familia nuclear: padres y uno o dos hijos y
actualmente, con la desocupación, el padre deja de proveer y queda la
madre jefa de hogar que debe ir a trabajar y los niños quedan a cargo
del “tío televisor” que lo instala en un mundo de juegos virtuales que
finalmente aumentan la soledad.
Nuestra sociedad optó por el
modelo del individualismo competitivo, de origen norteamericano, que
asegura la soledad y hemos abandonado nuestra cultura criolla que era
solidaria y familiera, pero debo aclarar que en nuestras ciudades del
interior todavía existe la cultura tradicional y comunitaria.
La
soledad como angustia psicológica es una vivencia de la clase media y
alta, en la cultura de la pobreza la interacción de los habitantes es
intensa, las exigencias de la sobrevivencia llevan a una intensa
cooperación. En nuestros comedores en las villas, los chicos corren en
bandadas, jugando e inventando juegos entre ellos, muchas veces hay
hambre pero nunca soledad.
En las grandes ciudades, especialmente
Buenos Aires, estamos en “arresto domiciliario” (con rejas y todo) pues
la calle se convirtió en peligrosa y ajena. Todo esto nos lleva a
construir una cultura virtual, electrónica donde al mundo lo define la
televisión. Los niños no juegan si no ven jugar y los adultos no
conversamos si no vemos conversar. El chateo y el cyber-sex, nos permite
la ilusión del encuentro, donde puede suceder que hayamos seducido a
una rubiecita irlandesa y termina siendo un trasvesti del Congo Belga,
mis pacientes del hospital Borda hace años que “chatean” con los
marcianos sin necesidad de la aparatología electrónica.
Todos
estos recursos electrónicos nos dejan más solos que antes porque impiden
el verdadero contacto directo y afectuoso que nos saca del sentimiento
de soledad.
He vivido en sociedades donde la soledad urbana es
aguda, en Nueva York viven millones de habitantes, solos y amontonados,
podemos suponer que se podría ser sordomudo y ningún vecino se
enteraría, nadie habla con nadie (excluyendo a los negro e hispanos que
no pueden evitar charlar y abrazarse) En oposición he conocido
sociedades donde es muy difícil experimentar la soledad: en la lejana
India y la cercana Bolivia existen culturas de intensa participación
comunitaria, la calle es el lugar del encuentro e interacción afectuosa,
las calles están habitadas.
La segunda forma de soledad depende
de traumatismos vinculares, son los duelos por pérdidas. La muerte de un
ser querido o separaciones traumáticas de pareja, dan lugar a
depresiones con intenso sentimiento de soledad, pues estas pérdidas nos
dejan sin proyecto, como detenidos en el sentimiento de existir porque
todo proyecto es con otro y si el otro no está perdemos ese futuro que
íbamos a vivir juntos.
La situación de máxima soledad humana es el
brote psicótico, cuando se desencadena una psicosis, donde la persona
vive la inaguantable ausencia de su propia identidad, se pierde a sí
mismo, e inventa un delirio para salir de esa vivencia insoportable pero
queda encerrado en los personajes de su delirio.
Por último me
voy a referir a una soledad necesaria que es la que nos lleva a la
autonomía, tiene que ver con la construcción de la subjetividad, es
decir con la individuación, es la relación con la propia intimidad. Me
separo para poder encontrarme conmigo y armar una historia que dé
sentido a mi vida.