por Alice Miller
Sábado, 22 de diciembre de 2007
A veces intento imaginarme como
reaccionaría una persona que hubiese crecido en otro planeta, en el cual
a nadie se le hubiese ocurrido pegar a los niños. Quizás algún día
gracias al progreso espacial, se podrá viajar de planeta a planeta y
seres de costumbres completamente diferentes llegarán a nuestra tierra.
¿Qué sentirán entonces en su mente y en su corazón cuando vean a un
adulto humano vigoroso precipitarse sobre niños pequeños indefensos y
pegarles en un arrebato de furor?
Hoy en día es todavía práctica corriente creer que los
niños no están dotados de sensibilidad y persuadirnos de que todos los
sufrimientos que les infligimos no tienen consecuencias o en todo caso
de menor importancia que en los adultos, precisamente porque son
« todavía niños ». Por esta misma razón, hasta hace poco tiempo las
operaciones sin anestesia estaban autorizadas en los niños. Peor aún, la
circuncisión y la extirpación se consideran en numerosos países como
costumbres tradicionales legítimas igual que los ritos de iniciación
sádicos...
Pegar, golpear a un adulto se denomina tortura, pegar a
los niños lo llamamos educación. ¿Por qué no es ésto suficiente para
poner claramente y netamente en evidencia la existencia de una anomalía
que perturba el cerebro de la mayoría de la gente, una « lesión », un
enorme vacío justamente ahí donde deberíamos sentir la empatía en
particular HACIA LOS NIÑOS ? En el fondo esta observación es más que
suficiente para probar la exactitud de la tesis según la cual el cerebro
de todos los niños, a quienes se les ha pegado, conservan secuelas
porque, ¡prácticamente todos los adultos, son insensibles a la violencia
que infligimos a los niños!
Dado que las torturas que sufren los niños son negadas y
rechazadas por la mayor parte de la gente, se podría suponer que este
mecanismo (de protección ) forma parte de la naturaleza humana, evita
sufrimientos y desempeña incluso un papel positivo en el ser humano. No
obstante existen al menos dos hechos que contradicen esta aserción. En
primer lugar es justamente cuando negamos los malos tratos sufridos que
los transmitimos a la siguiente generación, impidiendo así la
interrupción de la cadena de la violencia y en segundo lugar, el
recordar lo que hemos sufrido permite le desaparición de los síntomas de
enfermedad.
Está demostrado hoy que el sacar a la luz los sufrimientos
vividos en nuestra infancia en presencia de un testigo compasivo
conduce a la anulación de los síntomas físicos y psíquicos (como la
depresión); este hecho nos obliga a tener que buscar nuevas formas de
terapia, ya que manteniéndonos en la negación de nuestra realidad no
encontraremos la liberación, sino mas bien enfrentándonos a nuestra
propia verdad con todo lo que conlleva de doloroso.
A mi parecer, las mismas conclusiones se pueden aplicar en
la terapia con los niños. Durante mucho tiempo pensé, como la mayoría
de la gente, que los niños necesitaban de la ilusión y del engaño para
poder sobrevivir puesto que enfrentarlos a la realidad sería demasiado
doloroso para ellos. Sin embargo, hoy estoy convencida, de que lo que es
válido para los adultos los es también para los niños: quien conoce la
verdad sobre su historia está protegido de enfermedades o desórdenes de
cualquier tipo. Pero para ello, la ayuda de sus padres les es
indispensable.
Numerosos son los niños que presentan problemas de
comportamiento en la actualidad y numerosas son también las
proposiciones terapéuticas. Desgraciadamente estas se apoyan en general
en conceptos pedagógicos según los cuales es posible y necesario
inculcar adaptación y sumisión con los niños « difíciles ». Se trata de
la terapia conductista que consiste en una cierta « reparación » del
niño.
Todas ellas tienen en común el callar o ignorar el hecho
de que cada niño problemático expresa con su comportamiento la historia
del no respeto de su integridad, que empieza en su más tierna edad como
lo muestran mis investigaciones (ver mi artículo del 2006 « La
impotencia de las estadísticas », todavía no traducido al español) entre
0 y 4 años, momento en el que se está formando su cerebro. La mayoría
de las veces este momento de su historia cae en el olvido.
No obstante, no se puede verdaderamente ayudar a un ser
lastimado a curar sus heridas si nos negamos a verlas. Afortunadamente
las perspectivas de curación son mejores en un organismo joven y ésto es
igualmente válido con los problemas psíquicos. El primer paso a dar
sería pues el de prepararse a mirar de frente sus propias heridas,
tomarlas en serio y cesar de negarlas. Ésto no tiene nada que ver con
una « reparación de trastornos » en el niño, se trata mas bien de curar
sus heridas por medio de la empatía y de una información justa y
verdadera.
Para que el niño llegue a su pleno desarrollo emocional
(sus verdadera madurez) necesita mucho más que el simple aprendizaje de
adaptación a la norma. Para que no desarrolle mas tarde ni depresión ni
desarreglos alimenticios, ni caiga en la droga, necesita acceder a su
historia. Pienso que con los niños maltratados los esfuerzos educativos e
incluso terapéuticos, aún realizados con las mejores intenciones, están
condenados al fracaso si la humillación vivida no ha sido evocada nunca
o dicho de otra forma si el niño está solo con su vivencia. Para poder
quitar esta armadura que aísla (la soledad frente a su secreto) los
padres deberían encontrar el valor necesario para reconocer su culpa
para con el niño. Esto cambiaría completamente la situación. Podrían
decirle por ejemplo en el transcurso de una tranquila charla:
“Te pegábamos cuando eras todavía pequeño porque a nosotros nos educaron
así y pensamos que era de esta forma como había que hacerlo”. Pero
ahora sabemos que nunca deberíamos habernos permitido pegarte y sentimos
en el alma la humillación que te causamos y el dolor que te hemos
infligido, no lo volveremos a hacer nunca más. Y si ves que lo
olvidamos, te pedimos por favor que nos recuerdes la promesa que te
acabamos de hacer.
Existen ya 17 países en los cuales se penaliza el pegar a los niños
porque simplemente está prohibido hacerlo. Durante los últimos 10 años
hay cada vez más gente que comprende que un niño al que se le pega, vive
asustado y crece con el temor del siguiente golpe, alterándose así
muchas de sus funciones normales. Entre otras, no será capaz más tarde
de defenderse si le atacan o el miedo le producirá un choque
desproporcionado. Un niño que vive bajo el temor puede difícilmente
concentrarse con sus deberes tanto en casa como en la escuela. Su
atención se centra más en el comportamiento de sus profesores o padres
que en lo que debe aprender, ya que nunca sabe cuando « la mano se va a
escapar ». El comportamiento de los adultos le es completamente
imprevisible y por ello está constantemente en estado de vigilia. El
niño pierde toda la confianza en sus padres que deberían, como todo
mamífero, protegerlo de las agresiones exteriores y en ningún caso
agredirlo. Desprovisto de esta confianza se siente inseguro y solo,
porque además toda la sociedad está del lado de los padres (adultos) y
no de los niños.
Estas informaciones no son una revelación para él, puesto que su cuerpo
lo sabe ya desde hace mucho tiempo. Pero la decisión de sus padres de no
huir ya delante de estos hechos, y el valor de reconocerlos produce sin
duda en él un efecto benéfico liberador y duradero.Nos presentaremos
así como un modelo hecho no solamente de palabras, sino de la actitud,
que se necesita para actuar tal como se piensa con el respeto de la
verdad y de la dignidad del niño y no con violencia y falta de dominio
de sí mismo. Como los niños aprenden de la actitud de sus padres y no de
sus palabras esta confesión será más que positiva. El secreto con el
que el niño vivía, ha sido por fin desvelado e integrado en la relación
que puede establecerse a partir de ahora, sobre una base de respeto
mutuo y no bajo el autoritarismo y el poder. Las heridas hasta ahora
ignoradas pueden curarse puesto que ya no se quedarán almacenadas por
más tiempo en el inconsciente. Cuando estos niños, informados, se
vuelven padres ya no corren el riesgo de reproducir de forma compulsiva
el comportamiento brutal o perverso de sus padres, ya no son sus heridas
reprimidas quienes los dirigen. La confesión de los padres ha borrado
la trágica historia quitándole su peligroso potencial.
El niño maltratado por sus padres ha aprendido de ellos a reaccionar con
violencia, esto es incontestable y cualquier enseñante puede
confirmarlo si no se niega a ver lo que tiene delante de sus ojos: El
niño que recibe golpes en casa pega a los más débiles tanto en la
escuela como en su familia. Se le castiga cuando zumba a su hermano
pequeño y le resulta incomprensible el funcionamiento del mundo.¿No es
de sus padres de quienes lo ha aprendido? Es así como aparece muy
temprana la confusión que se manifiesta como una « perturbación » y
llevamos al niño a hacer una terapia. Pero nadie o muy poca gente se
atreve a atacar la raíz de la violencia, algo que debería ser tan
evidente.
La terapia a través del juego con terapeutas dotados de sensibilidad
puede evidentemente ayudar al niño a expresarse y a tener confianza en
él en ese entorno protegido. Pero como el terapeuta omite las heridas
ocasionadas en el pasado, el niño en general está solo de nuevo, con su
vivencia. Incluso los mejores terapeutas no pueden quitarle ese peso si
la preocupación de proteger a los padres les impide tener en cuenta las
heridas de los primeros años. Además no son ellos los que deberían
hablar con el niño puesto que ésto suscitaría el temor de ser castigado
por sus padres. El terapeuta debe trabajar con los padres por separado y
explicarles como el hecho de hablar de ello con sus hijos puede ser
liberador para ellos mismos y para sus niños.
Está claro que todos los padres no van a estar de acuerdo con esta
proposición aún cuando el consejo proviene del propio terapeuta, cosa
que sería deseable. Algunos se burlarán incluso de esta idea y dirán que
el terapeuta es muy ingenuo, que no tiene ni la menor idea de como los
niños son manipuladores y seguramente abusarán de la gentileza de sus
padres. Estas reacciones no tienen nada de extraño puesto que la mayoría
de los padres ven en sus hijos a sus propios padres y temen confesar
sus faltas ya que antaño les castigaron severamente por ellas. Se
aferran a su idea de perfección y es muy probable que sean incapaces de
corregirse.
Quiero sin embargo creer que todos los padres no son incorregibles.
Pienso que a pesar del pánico hay muchos que desean renunciar a una
relación de poder, que quieren desde hace mucho tiempo ayudar a sus
hijos pero que hasta ahora no sabían como hacerlo ya que temían abrirse
sinceramente a ellos. Es cierto que esos padres podrán con más facilidad
imponerse una franca conversación sobre el « secreto » y que con la
reacción de sus hijos podrán ver los efectos positivos de la revelación
de la verdad. Constatarán entonces por ellos mismos que los valores que
intentamos transmitir por medio del autoritarismo son inútiles
comparados con la confesión sincera de sus errores, condición
indispensable para que al adulto se le pueda otorgar la verdadera
autoridad, porque es creíble. Se cae de su peso que cada niño necesita
de esa autoridad para encontrar su camino en el mundo. Un niño a quien
se le ha dicho la verdad, a quien no se ha educado para que se acomode
con mentiras y atrocidades puede desarrollar todas sus potencialidades
como una planta que en buena tierra hace crecer sus raíces sin riesgo de
ser atacada por bichos perjudiciales (mentiras).
Intenté comprobar esta idea con amigos y pedí a los padres y también a
los niños su parecer. A menudo constaté que se me comprendía mal, mis
interlocutores interpretaban mis propósitos como si se tratara de pedir
excusas de parte de los padres. Los niños respondían que había que ser
capaz de perdonarlos, etc. Pero mi idea no corresponde en absoluto con
éso. Si los padres se disculpan los hijos pueden tener la impresión que
se espera de ellos el perdón para descargar a sus padres y liberarlos de
sus sentimientos de culpabilidad. Esto sería pedir demasiado a nuestros
hijos.
Lo que pienso realmente es en dar una información que confirme lo que el
niño siente ya en su cuerpo y en acordar un lugar central a su
vivencia. Es el niño quien ocupa el primer plano con sus sentimientos y
necesidades. Cuando nuestro hijo ve que nos interesamos por lo que él
siente cuando nos excedemos con él vive un momento de gran alivio
mezclado con una confusa sensación de justicia... No se trata de
perdonar sino de evacuar los secretos que se paran. Se trata de
construir una nueva relación fundada en la confianza mutua, de suprimir
la armadura que aislaba hasta ahora al niño maltratado.
En cuanto los padres pueden reconocer el dolor que han causado a sus
hijos, muchos caminos hasta ahora cerrados, se abren en un proceso de
espontánea curación. Este es el resultado que esperamos de un terapeuta
pero sin la cooperación de los padres resulta imposible.
Si los padres nos dirigimos a nuestros hijos con respeto, atención y
benevolencia reconociendo sinceramente nuestras faltas sin decir: « es
tu comportamiento el que nos ha obligado a tratarte así », muchas cosas
cambian. El niño tiene así ante él un modelo que le permite encontrar su
camino, ya no intentamos evitar la realidad, ya no tratamos de
« cambiar » a nuestro hijo para que nos resulte más agradable, no, lo
que hacemos es mostrarle que decir la verdad tiene un gran poder
curativo. Y sobre todo: ya no necesita sentirse culpable de las faltas
de sus padres una vez que estos han podido reconocer su culpabilidad. En
los adultos, tales sentimientos de culpabilidad son el origen de
innumerables depresiones.
Los niños que han podido sentir a través de esas conversaciones que sus
padres han tomado en serio sus heridas y sentimientos y han sido
respetados en su dignidad, estarán igualmente mejor protegidos de los
efectos nocivos de la televisión que aquellos que siguen dominados por
el deseo de venganza reprimido contra sus padres y por esta razón se
identificarán con las escenas violentas que verán en la pequeña
pantalla. Y no es la prohibición, como preconizan los hombres políticos,
la que les impedirá « deleitarse » con lo que propone la televisión.
Por el contrario, los niños informados de las heridas sufridas en su más
tierna edad tendrán sin duda un espíritu crítico más desarrollado con
relación a este tipo de películas o se desinteresarán rápidamente por
ellas. Quizás incluso discernirán el sadismo subyacente de sus autores
con más facilidad que la mayoría de los adultos decididos a ignorar el
dolor del niño maltratado que fueron. Estos mismos adultos se dejan
fascinar por las escenas violentas sin darse cuenta de que son
abusivamente conducidos a consumir la basura emocional de una vida que
el cineasta presenta con el nombre de « arte » y que venderá a un buen
precio, ignorando que se trata de su propia historia.
Esto lo vi claramente al escuchar una entrevista a un famoso director de
cine americano que mostraba sin reparo en sus películas monstruos
horribles y prácticas sexuales brutales con flagelaciones. Añadió que
gracias a la técnica moderna, podía hacer comprender que el amor tiene
diversas facetas y que el azotarse era una forma de amor. ¿Dónde, cuándo
y quién le ha inculcado esta espantosa filosofía en su primera
infancia? Por lo visto no tiene ni la menor idea y probablemente
permanecerá en la ignorancia hasta el final de su vida. No obstante lo
que concibe como su arte le permite contar su historia trivializándola
totalmente en su memoria. Esta ceguera tiene evidentemente graves
consecuencias sociales.
La mejor edad para hablar con sus hijos de las heridas que se le ha
infligido, es sin duda entre cuatro y doce años o sea antes de la
pubertad. Pasada la adolescencia el interés por estos hechos
probablemente va a disminuir. Las defensas contra el recuerdo de sus
precoces sufrimientos corren el riesgo de estar ya sólidamente
edificadas, puesto que estos jóvenes casi adultos se convertirán en
padres y una vez en el lugar del más fuerte olvidarán definitivamente su
impotencia de antaño. Pero aquí también hay excepciones y además ser
adulto tiene consigo momentos en los que a pesar de todos los logros
obtenidos, contraer una enfermedad puede obligarle a cuestionarse sobre
su infancia.
No es raro que las personas que buscan respuesta a sus interrogantes
descubran su verdadero Ser, la historia del niño maltratado que fueron y
sus sufrimientos hasta ahora negados. Empiecen a vivir sus auténticos
sentimientos en lugar de rehuirlos y sorprenderse de encontrar por ese
camino la verdadera liberación. Dando así al niño que fueron lo que sus
padres no pudieron nunca darle: el permiso de conocer la verdad, de
vivir con ella, admitirla y cesar de huir. Como ahora conocen la verdad
sobre su historia ya no necesitan engañarse o anestesiarse por medio de
drogas, medicamentos, alcohol o teorías que suenan bien. Recuperan así
la energía que antes debieron utilizar para huir de ellos mismos.
Alice Miller
Traducido del francés por Rosa Barrio